¡Tengo sed! Dame de beber de esa agua. ¡Y Yo te daré el agua que no volverás a tener sed! Por citar, en estas dos proclamas, Jesús daba la dimensión que se interrelaciona con el agua.
En el diálogo con la samaritana, Jesús no tenía sed, solo buscaba darle el agua de su amor y del conocimiento, que la llevaría a rectificar su vida equivocada en concupiscencia. Buscaba demostrar que su servicio no discrimina raza, tribu, ni dogma. Su amor y sus servicios abarcaban a todos por igual.
Jesús, luego del momentum en la cruz, exánime y deshidratado, exclamó: “¡Tengo sed!” Ahí estaba el Rey de Reyes. Y, en cambio, le dieron en consecuencia el ácido vinagre.
Hoy no es menos cierto que el escenario del mundo nos está llevando a galopar en caballos sin bridas. Pidámosle a Jesús en este crucial momento que magnetice el agua que consumimos para uso diario, y sea ella la que nos dé la tan ansiada curación de la enfermedad que nos aqueja, una enfermedad con la que está enferma la tierra, la sociedad, el mundo, los hogares, y nuestros cuerpos. Y démosle las gracias en gratitud, cambiando y amándonos los unos a los otros.
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